Page 16 - Revista 2012
P. 16

Aldea del Pinar                                                               Revista Nº 5 - Ago/2012


                    Una aventura en el río helado.




                    Recuerdo que era un sábado de febrero,  y  chapoteos,  Marcial  logró  alcanzar  una  rama,
             a  los  pocos  días  de  haber  cumplido  los  ocho  al punto que yo, más próximo a la orilla, clava-
             años.  Como  la  mayoría  de  fines  de  semana,  ba en ella la piqueta. David, presto, agarró mi
             aquel también fuimos a la Aldea, a casa de los  mano  derecha,  en  tanto  que  yo,  por  mi  parte,
             abuelos. Bien que soleado, fue un mes gélido co-  tendía a Marcial la izquierda. Si no fuera por lo
             mo, por otra parte, suele ser habitual en nuestra  glacial  del  agua,  diría  que  salimos  tan  rápido
             tierra en esas fechas. Aquel día, después de co-  como gatos escaldados; tumbándonos, seguida-
             mer,  me  encaminé  a  casa  de  la  tía  Pepa,  pues  mente, en la hierba, hasta recuperar el resuello.
             también habían venido Marcial y David. Como  Después,  nos  desvestimos  y,  tras  escurrir
             tantas otras veces, nos dispusimos a planear la  jerséis y camisas y golpear contra un árbol los
             aventura de esa tarde. Podría habernos dado por  pantalones, lo tendimos todo en unas zarzas, es-
             acometer  cualquier  travesura,  por  explorar  una  perando que el débil sol invernal y vespertino,
             zona de pólipos en plenos chapazales o por ha-   hiciera  el  milagro  de  secarlo.  En  calzoncillos,
             cer alguna picia a Tarugo, el perro de Piedad. Pe-  correteamos felices por el prado, pues, cuando
             ro no, pues sabíamos por Félix de Berta, que el  se tienen ocho años, no hay lugar para las pe-
             río  estaba  completamente  helado,  y  allí  dirigi-  nas ni las pulmonías.
             mos nuestros pasos, no sin antes pasar por el ca-       Al  comenzar  a  atardecer,  resolvimos
             sillo  del  tío  Aniceto,  con  el  fin  de  tomar  vestirnos e ir al pueblo, que no a casa, aunque
             prestada  una  piqueta,  herramienta  imprescindi-  muy incómodos ya con la ropa mojada, tan pe-
             ble para los expedicionarios del polo.           gada a los costillares. Pero, como no podíamos
                                                              presentarnos  así  en  nuestros  hogares,  acorda-
                                                              mos entrar en el domicilio de la tía Remedios, a
                                                              la que pedimos auxilio. Ella, comprensiva, nos
                                                              llevó a la parte trasera de aquella mansión arca-
                                                              da que compartía con la tía Manuela, concreta-
                                                              mente  a  la  cocina  de  campana,  o  de  chimenea
                                                              cónica como se dice ahora, donde había encen-
                                                              dido un agradable fuego en el que poder secar-
                                                              nos.  Nos  dio  de  merendar  y  nos  contó  alguna
                                                              historia, de las muchas que sabía, para tenernos
                                                              entretenidos. Aunque, algo extraño, no debía de
                                                              estar Alberto ese fin de semana, pues si no, hu-
                                                              biera permanecido también allí con nosotros, al
                    Entre  bromas,  bajamos  riéndonos  hacia  igual que su madre, Maura, siempre tan atenta.
             el molino de Roque, saltando la tapia del cerca-        Próxima  la  hora  de  la  cena,  no  nos
             do de Juan Chicote, el cual atravesamos en direc-  quedó  más  remedio  que,  cabizbajos  y  todavía
             ción a El Carrizal. En ese tramo de río, donde  remojados,  dirigirnos  hacia  las  casas  de  nues-
             nos  pareció,  decidimos  iniciar  la  caminata  so-  tros respectivos abuelos. Tras despedirnos en la
             bre el hielo, desprendiéndonos antes de los abri-  calleja  del  tío  Gregorito,  traspasé  sigiloso  el
             gos. El primero en pasar fue Marcial, al que yo  umbral  de  la  morada  y,  evitando  la  cocina,
             seguí.  David,  dos  quintas  menor  que  nosotros,  entré en la gloria, sentándome en el sofá, junto
             no llegó a entrar, pues, justo en ese preciso ins-  a  mi  hermana,  que  entonces  contaba  con  seis
             tante, la gruesa capa de hielo se partía bajo nues-  años.  El  abuelo  Paco,  como  siempre,  perma-
             tros   pies.   Los    dos    nos    hundimos,  necía sentado en una silla ?jamás lo ví arrella-
             irremediablemente, hasta la cabeza. Entre gritos  narse  en  el  tresillo,  a  excepción  de  la  jornada



                                                            16
   11   12   13   14   15   16   17   18   19   20   21